ANDRÉS L. MATEO
Después de la muerte de mi madre, y el exilio económico de la suya en los
Estados Unidos, nos fuimos a vivir a la pensión de “doña prima”, en la calle Padre Billini esquina Santomé. Dos
tipos con libros, que hablaban de poesía y creían en el mito de que la
redención social era posible.
Por eso, mientras lo condecoraban yo comencé a
pensar en René del Risco, con quien nos juntábamos a compartir entonces las
mismas inquietudes. Era macorisano también, y tanto Norberto como yo lo
queríamos mucho. La mañana de un sábado
de octubre de 1972 nos despedimos de
René. En el viejo carrito “cepillo” de Tony Raful habíamos ido a su casa con Norberto James. Llovía y era sábado, las
ciudades se entristecen entonces.
Norberto y yo nos
íbamos del país, e inventariábamos los afectos para apertrecharnos contra el
desarraigo. René era ya famoso. Tenía una cierta posición económica, y estaba
claro que nos envidiaba porque éramos nosotros los que partíamos. Teníamos
urgencia de cuestionar el futuro (Norberto siempre decía: “Hay que irse,
no se puede sonar como un tambor, vacío
por dentro”); él estaba cansado, eran demasiados combates, demasiada soledad.
La conciencia se amolda a la molicie del presente, pero René era un insurrecto. La cara limpia, los
cabellos mentolados, la mirada furiosa y escrutadora, el pecho un poco hundido
hacia la pequeña jiba que se le hacía en la espalda. Nos abrazamos y nos dijo
de todo corazón: “Cuídense, muchachos”. Antes de irnos, nos pidió la dirección porque
pensaba mandarnos algún dinero, y desplegó aquella sonrisa de niño sabichoso
que siempre lo acompañaba.
Jamás lo volveríamos a ver. Nos enteramos
de su muerte en el frío invierno europeo de 1972, camino a Cuba, que era
nuestro destino. La realidad impone al ensueño su decorado, y puede que René se
haya quedado tendido sin remedio ante la muerte, pero para mí que se fue con
nosotros.
Quizás esto sea
impensable (Jorge Luis Borges dice que la muerte es sólo un dato estadístico),
pero tal vez no pudo soportar esa fuerza
que de repente se le oponía, y a lo mejor todavía anda perdido por París. La temporalidad
es a propósito ambigua, Norberto y yo podríamos estar esperando todavía esa
carta con algún dinero que nunca llegó.
Y yo ahora lo miraba a
él, el Cocolo James, siendo reconocido
por el pueblo en que nació; y me llegaba
la imagen de René, aquél sábado 8 de octubre de 1972, abrazándonos y diciendo,
como en el viejo tango: “Adiós muchachos”.
Soy casi viejo y tengo derecho al
inventario.
La vida es siempre un
viaje a las antípodas, un deseo incesante de perfección que nos obliga a
hundirnos en ese terror que ni el insulto ni la pasión misma pueden evitar,
contando con que la ignominia y la justicia, Dios y el horror, estarán
eternamente fundidos. Por eso, cuando la asfixia moral de una sociedad cercada
por sus propios espantos me atosiga, regreso a esa estación de la vida en la
que me están esperando tantos sueños perdidos.
¡Hay una audacia
permitida que lo valida todo en la sociedad dominicana de hoy! Pero en mi alma
es sábado y está lloviendo. René del Risco Bermúdez sonríe, sin embargo es un hombre que debe
morir. ¿No es inútil ese aire frío que lo
ronda, esa altivez en que se
admira, como Narciso mirándose en el fondo del agua? ¡Oh, Dios! Tal vez sólo habíamos vivido en el
seno de un lenguaje puramente poético, y deberíamos todos avergonzarnos de
nuestros viejos combates. Pero en mi alma es sábado y está lloviendo…
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