En Caracas, la noche
del 14 de julio del 1876, Duarte se acercaba a su fin y mientras sus hermanas,
Rosa y Francisca, velaban a su lado; su hermano Manuel, perdida la razón,
disparataba en una habitación vecina.
La más completa miseria
imperaba en la casa, cuyo mobiliario era escasísimo. Rosa y Francisca vivían de
la costura y sus ganancias eran tan exiguas que apenas podían subsistir.
Tal era el ambiente en el que Duarte se
hallaba próximo a morir, después de padecer durante un año de una agotadora
enfermedad que lo convirtió en un espectro. Contaba con 63 años y parecía tener
más de ochenta.
Una vida de enfermedades, privaciones y
sacrificios lo habían reducido a esa penosa situación.
Para sus vecinos de
Caracas, Duarte era un dominicano que había tenido cierta importancia en su
país o por lo menos eso era lo que parecía.
Lo que esas gentes
ignoraban era que si los Duarte se hallaban en tan espantosa miseria se debía
al amor que sintieran por su patria porque en dos ocasiones, en el 1844 y en el
1863, sacrificaron por ella el patrimonio familiar.
Tampoco sabían que ese
anciano, que lucía abstraído y enfermo, había sido uno de los patricios más
puros de América, que se había entregado a servir a su patria con “alma, vida y
corazón”. Y desconocían que ese dominicano tan pobre, que vivía tan
obscuramente, había sido considerado como el Jesús Nazareno de los dominicanos.
En cuanto a sus
hermanas, esas mismas gentes ignoraban que esas pobres mujeres, que ahora ni
siquiera tenían buena vista para coser, en unión de su madre, ya fallecida,
habían fabricado más de 5,000 balas para la independencia de su país.
Pero volvamos al
enfermo. A las dos de la mañana del sábado el silencio envolvía a Caracas. La
noche avanzaba y la ciudad lucía desierta. En la triste casa de los
Duarte, Rosa y Francisca velaban.
Todo anunciaba la
proximidad del final, y en la habitación del moribundo, mal alumbrada por una
vela, los rezos alternaban con el silencio.
La hora adelanta y la
respiración del enfermo se hace más difícil. La espera es larga. Por fin, a las
tres de la mañana, del 15 de julio del 1876, el moribundo exhala su postrer
suspiro. La habitación se llena de sollozos. Rosa y Francia lloran
inconsolables. Duarte ha muerto.
Ha fallecido lejos de
la tierra que lo vio nacer, en un rincón de Caracas, olvidado de sus
compatriotas y sumido en la más negra miseria.


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