AUTOR SERGIO
CEDEÑO.
Lo observé alejarse cabizbajo. Dejaba solo a su amigo del alma, a su
adorado hermano; poeta como él, amantes profundos los dos de la literatura y
cómplices de numerosas veladas literarias en el Macorís del Mar que los acogió.
Arrastraba los pies al caminar. Me pareció una eternidad, el tiempo que
duró en recorrer las pocas calles que lo separaba de la casa, en la que vivía
junto a su madre.
Mientras caminaba, Gastón recordó los tiempos de miseria que vivió en
Santo Domingo. Recordó a la madre lavando ropas por encargo y él y Rafael
distribuyéndolas en el vecindario. Dormían en el suelo y sus camas no eran de
guata o colcha espuma, sino duras y curtidas pieles de cerdos. La indigencia
los arropaba y el futuro era incierto.
Días terribles- Pensaba Gastón- Días en que el hambre los arrinconaba en
un estrecho lugar de la casucha donde vivían . Solo un milagro podría
salvarlos, les decía constantemente su madre. Y a los 7 años, Gastón vio llegar
ese milagro en las manos bondadosas del padre Billini quien los adopta.
Al amparo del santo cura, los Deligne se alfabetizan, se hacen
bachilleres y aprenden un oficio. Allí en el colegio San Luis Gonzaga, conocen
a Luis Arturo Bermúdez, amigo que los ayudaría posteriormente a instalarse en
San Pedro de Macorís, cuando abandonaron la capital en un bergantín, debido a
la crisis económica y política que allí se vivía. Eso se lo escuché decir
muchas veces a doña Angela Figueroa, la progenitora de Gastón y Rafael.
La madre lo esperaba con el café recién colado y la cara compungida.
-Cómo quedó Rafael?- , le preguntó, apenas entró Gastón.
Él tomó la tasa, bebió un sorbo y respondió con desgano, mientras se
sentaba. -Quedó tranquilo, mamá. No sé cómo Rafael resiste esa enfermedad. Yo
quiero decirte mamá, que si llegó a enfermarme de lepra, jamás permitiré que me
vean morir por pedazos- concluyó ante una madre que corría a abrazarlo y le
susurraba: -"No digas eso hijo. Dios es soberano y el sabe lo que
hace"-.
Fueron duros aquellos años en que Gastón vio a su hermano desmembrarse hasta
no quedar más que el tronco sin equilibrio, de aquel cuerpo lacerado. Yo fui
testigo de excepción. En varias ocasiones vi dedos que rodaban por el suelo y
Evangelina Rodríguez presurosa haciendo hoyos en el patio de la casa para
enterrarlos.
Las depresiones eran constantes y el drama personal insoportable. El
maestro, porque así le llamaban los poetas que iban a su casa, se sumerge como
nunca en la lectura, buscando una vía de escape a su drama personal. Lee mucho.
Lee y traduce al español textos literario del francés, ingles, italiano, latín,
griego y alemán. Todo un poliglota, todo un erudito, pensaba yo.
CONTINUARA.
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